METRO BLOOD



Oye la música y se queda petrificado,
el único personaje de esta película que la escucha,
que sabe que no hay conversaciones sino diálogos,
que no hay amaneceres sino iluminación,
que no hay ebriedad sino grandes actores del método
en mitad de una oscuridad fingida de noche americana.

Los demás se creen la luz de los espejos
y el tráfico despreocupado de los millones de figurantes
que solo van hasta la esquina, donde la Gran Manzana
reparte bocadillos, fuera de plano.

Y en los cines asisten a obras de teatro dentro de las películas
amenizadas con coreografías sinfónicas deliberadamente artísticas.

Sospecha que es un secundario silencioso,
oye la música que otros sienten como imágenes,
viste de negro riguroso porque sabe que da bien en cámara.

Observa a los demás incrédulo y los admira
preguntándose qué saben ellos que él desconoce,
cómo han llegado a creerse la impostura.
Por qué se portan todo el tiempo como personajes.

Duda que  sea posible ignorar las acotaciones
garabateadas en las cornisas y en los trenes
que flirtean con los márgenes de la ciudad.

Y pisa el asfalto, y los pasos de cebra,
y los reflejos en los charcos de los semáforos,
y alza la vista para ver por entre los neones
la ausencia criminal de las estrellas,
el cielo es un archivo jpeg y solo yo me harto de la luna nueva,
las vidas de mis vecinos han sido comprimidas en jaulas zip
mientras cocinan redondas tartas de cumpleaños.


Llega al motel de madrugada y paga tres semanas de adelanto.
El viejo comadreja cuenta uno a uno los ciento veinte dólares
en billetes pequeños, usados, de Monopoli,
e incluso parece fingir un brillo de avaricia
y esa tos de enfisema de pulmón que se merece un Óscar póstumo.

Oculta una botella de Jack Daniel's en una bolsa de papel marrón,
aunque hasta los niños del callejón mugriento saben que el bourbon
tampoco esta noche va a salvarle.

Espera al lento amanecer opaco mientras se sienta al honky-tonk piano de su cuartucho
y escribe con un lápiz que ha encontrado debajo de la cama
poemas de realidad sobre las teclas blancas, que al pulsarlas
generan decorados al otro lado de la gran ciudad:
torres de alta tensión como magnolias, aviones supersónicos,
arquitecturas acristaladas esperando el terremoto,
tormentas de agua gris y barro negro.

A su llamada rítmica acuden sus hermanos,
se derraman por los embarcaderos, por los polígonos
industriales, por las naves abandonadas de chatarra,
imparables, sonrientes, cínicos,
dueños de la ciudad difusa,
silueteándose sobre la línea del horizonte de su sueño,
motor, cámara, acción, y afloran
los Chicos del Vertedero.

6 comentarios:

  1. :) ahh...se me han puesto los pelos de punta. Qué grande, Pablo...

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  2. Pablo, tío. Acabo de leer el poema. Quiero decir algo grande, que te haga justicia, pero no puedo porque estoy flipando todavía. Ya lo dice Lidia, los pelos de punta.
    Es un gran, gran poema.
    Abrazo

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  3. Esos chicos del vertederooooo. Es como si hubiera visto la película.

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  4. Me encantó en el Bukowski, leído por ti se multiplica, como los chicos, como las semanas en los moteles, ¡qué verso ese!

    Y lo que decía, no nos quedará más remedio que convocar un concurso de poemas dedicados a Toño Benavides, y qué gane el mejor!

    Un beso.

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