Érase una vez un
hombre que tenía una silla pegada en el culo. Imaginaos. Era, para
más inri, una silla de piano, de esas que usan los pianistas toda la
vida, algunos, otros de vez en cuando. La gente lo miraba y se reía
a sus espaldas, cuando veían la silla. Pero luego le adulaban e
intentaban consolarle. Le decían “¡Vaya silla!, ¡Que no me
entere yo que esa sillita pasa hambre!”. Otros le alababan el
gusto: “madera de caoba, ¿no? ¡Y tapizada con suavísimo
terciopelo azul turquesa! ¡Qué elegante!”. Algunos, medio en
broma medio en serio: “mejor la silla que el piano” (y en eso
llevaban razón). Nuestro hombre se pasaba la vida disimulando.
Cuando había visitas les saludaba desde detrás de la puerta. Llegó
a comprarse un piano para que no le hiciesen preguntas, pero como no
sabía tocar, se sentaba dándole la espalda, desenfadadamente, como
había visto hacer a Leonard Bernstein en un documental. Un día ya
no pudo más y se operó la nariz y los párpados. Cogió un avión a
Colombia y se introdujo en los círculos del Realismo Mágico, donde
aún vive, feliz hoy en día, postulando a sus amigos para el premio
Nobel de literatura.
FIN