Me encanta la puerta blanca de mi baño.
Es una puerta clásica, sin alharacas,
para entrar y salir, y suele estar abierta de par en par,
exhalando el vapor blanco de la ducha,
regalando el aroma de su gel.
Los objetos que poseo:
he elegido algunos entre muchos
comparándolos en tiendas y catálogos.
Otros fueron escogidos para mí
por otra gente.
Eso no tiene que ver con su objetivo
ni con cómo se comportan.
Me he encontrado sorprendentemente cerca de sentir felicidad
mirando tan tranquilo esa puerta.
Esa puerta blanca clásica.
Mirándola, sin traspasarla.
Es como yo la imagino cuando no está;
como debería ser:
sencilla, profesional,
abierta.
Y no necesita demostrar nada.
No tiene pestillo, su retórica es otra.
Es curioso que la principal materia de esa tranquilidad
consista en comprobar que todo es
como nosotros suponíamos,
y cuando miro esa puerta ella me reconcilia con el mundo.
Su existencia convalida la carpintería de mi organismo,
al mirarla sé de qué va todo,
que puedo equivocarme o acertar
que la vida puede ser normal,
que existe un canon de belleza más pacífico,
que cada lado de una puerta siempre tendrá
su otro lado.
Que no se puede estar toda la vida cuerdo
ni toda loco.