
A veces, cuando salgo los sábados de noche
las calles de Madrid me recuerdan
al verde tapete de las mesas de pool.
Las chicas y los tíos son como las bolas de colores
rebotando unas con otras.
El whisky anima la partida y se puede decir que me divierto.
Pero el pool no tiene la nobleza ni el retruque
del billar de carambolas
(ni siquiera del snooker,
aunque ése sea otro tema)
y las bolas van entrando en las troneras.
En un taxi, un extraño me conduce a mi agujero al final de la partida.
Los domingos mi cabeza aún resuena de blues
y he manchado mis sábanas blancas de tiza.
Mientras no seas la bola negra o la blanca que están destinados a la eterna soledad.
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