Palabras entre ruido,
entre rostros, bajo la lluvia,
lluvia que cae sobre un desierto pedregoso,
o sobre el fondo de un valle,
sobre musgo y hierba húmeda,
que la desea, exhalando luego niebla.
Vino rojo en una bodega
compartido por amor,
y el mismo vino solo,
emborrachando deprisa
tras la derrota.
Nada es lo mismo dos veces,
no existe el mismo río.
Alguien me habló en la calle.
Yo iba deprisa, pensando en mis cosas
y un susurro me sacó por un segundo de ellas.
Desde una esquina me siguió hablando,
me llevaba con su música a otro lugar,
a otro tiempo,
como si el tiempo de esa música, sus intersticios,
no fueran hoy, ahora,
como si el tiempo en que la oí por vez primera
hubiera empapado las notas de aquella melodía.
Volví a otra época y de pronto ésta ya no era lo único importante,
era un momento más, un tiempo que como todos pasa,
un tiempo gemelo de otro, unido a él por la canción
de un músico desconocido,
pero que habló conmigo como lo solía hacer el mundo
cuando todo era nuevo, cuando aun mi oído era niño.
El tiempo moja la música
para que transcurra disuelta
en él.
Así, el tiempo se endulza
como agua con azúcar,
o sabe a la sal del mar
o de las lágrimas.
Y la música termina
y alguien la quiere usar en otro tiempo
y la usa.
Porque la música nunca pone impedimentos.
Pero hay algunas
que no llegan a secarse entre sus interpretaciones,
y al disolverse, mezclan un tiempo con otro,
y traen a éste la sal de aquél
y nos recuerdan aquel sabor de las lágrimas
y su dolor,
que de esta forma rejuvenece,
y de la misma manera otras veces nos traen el azúcar
de la infancia
y nos hacen sonreír con alegría,
como casi nunca los adultos sonreímos.
Esto no es malo, y ocurre por cualquier sitio,
y explica que en el metro
hay esquinas que sólo doblan los niños,
extraños niños gigantes
llegando tarde a la oficina,
zapatos y traje oscuro, sí,
pero niños.