Es el otoño.


Tim Noble y Sue Webster, 1998

Temo que me interpreten
(Yo no lloro, es el otoño,
tras los cristales.)

mal, y lo hacen.
Miran mi rostro como si fuesen geólogos
buscando fallas y pliegues,
(No son suspiros, es viento.)
o minerales valiosos.

Buscan oro donde hay sueño,
(Son las hojas de los árboles,
no recuerdos.)

plomo, donde hay huellas de animales
aéreos, sonrisas
donde desprecio. (Es frío,
no desaliento).

Y en mi silencio hay fuego.

El eco que vuelve a ningún sitio.


Parting is all we know of heaven,
And all we need of hell.

Emily Dickinson


Sabía lo que hacía cuando te quise,
me rendí porque ansiaba tu gobierno.
Fueron años felices, luminosos,
y venenosos, sí, aunque su veneno era secreto.


De amor solo soy la palabra,
el eco que vuelve a ningún sitio,
solo soy la palabra,
la Primavera inservible de la Luna.


Mi camino sin ti no sabría recordarlo,
la memoria es un simple utensilio para revivir,
he estado muerto,
solo soy la palabra,
hoy te quiero igual que entonces te quería.


Soy un eco que vuelve a ningún sitio.


Tú no eras como yo, ni como nadie,
te amaba de la forma en que aún te amo:
entonces por amarme, por haberme amado, ahora.


De amor solo soy la palabra,
el eco que vuelve a ningún sitio,
solo soy la palabra,
la Primavera inservible de la Luna.


Sabía lo que hacía cuando te quise.
Sé que lo sabía y sé
lo que hago.
Soy la palabra, 
la Primavera inservible de la Luna.

Tal vez.

Tal vez no fueron tantas veces
las que escuché aquella música
durante aquella época,
pero veo tus ojos mirarme y llorar de alegría cuando la oigo...

¿o quizá son mis lágrimas?

Veo tus oídos oírla,
veo tus labios cantar, tu sonrisa, tu cuerpo
moverse al compás,
veo tu piel con el vello erizado...

¿o quizás es la mía?

Te veo a ti en el pasado.
Tú ponías esa música
y pasaba como agua,
atravesaba mi alma, como una tela blanca,
que filtraba su tiempo,
que dejaba en el alma el sedimento,
de palabras, de besos, de rasgos,
de gestos...

la música se está siempre yendo,
pero sabe volver,
recuerda el camino a través de la tela
y la inunda, y diluye en el aire otra vez
los recuerdos.

Flotas tú en la música
y la cantas alegre
y tus ojos me miran,
y tu piel se estremece, tu sonrisa...

o quizá, aunque tuyos, mis recuerdos son yo.

Teogonía.


Viendo cómo trata la entropía
de terminar con mi orden
me pregunto únicamente
cómo habré llegado a aparecer.
Qué poder supremo me ha generado
contrario a ella, ya que si alguien me ha creado,
aún, y tardaré, no le he dado las gracias.
Soy un pagano, que se deja impresionar
por el funcionamiento de las cosas
antes de por que existan.
Si fuese un animal estaría muerto.
Me imagino a un cocodrilo extático
ante la belleza silenciosa del antílope,
o a un cervatillo oliendo flores
en la sabana, me imagino un pez espada
tocándose las narices, en vez de hacer
lo que se suponga que hagan.
Cuando mi tren se detiene en la estación de Atocha
me pregunto a dónde irá tanta gente,
si no sería más sencillo llegar a un acuerdo
para no cambiarse el sitio cada mañana.
Un ser superior nos ordena viajar
como arenas de Chladni. Y viajamos.
El viento nos desordena cada tarde.
La vida es bellísima desde ese punto de vista,
aunque creo que hablar de moral,
del bien y del mal, del pecado,
de lo apolíneo
y de lo dionisiaco
es de frikis.

Recuerdo.

La mosca, enorme, zumba a mi alrededor.
Hoy, en otra vuelta al sol, ocurrió algo;
en otra vida.
Susurra junto a mis oídos
su zumbido estúpido, uniforme, como un aviso,
como un nudo en un pañuelo: inútil.
Ruido. Golpes contra el cristal
cerrado, mentiroso.
Tengo calor, de pronto.
Recuerdo el sol de otoño ese año,
la luz blanca, como una espada en los ojos,
el dolor de la hierba agostada.
La ventana se abre,
la mosca sale.

El sueño de nadie bajo tantos párpados.


Rose, oh reiner Widerspruch, Lust,
Niemandes Schlaf zu sein unter soviel
Lidern.

Rosa, oh contradicción pura, placer,
ser el sueño de nadie bajo tantos
párpados.





Leo a Rilke, o a Emily Dickinson,
y entiendo que la poesía ha de empaparte.
Que, como persona debes ser frágil y pálida,
tener la determinación insana
de convertir tu sangre en tinta,
y tu sudor; de que los demás
desadhieran apenas surgen de tu piel
tus poemas
como quien cambia las vendas a un leproso,
con la enfermedad supurada intacta y venenosa aún.
Que has de explicar todas tus lágrimas,
alineándolas con mimo de entomólogo,
cubriéndolas con un barniz
que las preserve del sol y del olvido
y lloren siempre, así, como si hubiesen caído de los ojos,
diferentes, que las ven, tiempo más tarde.
Cierro el libro y pienso
que yo no sé vivir de esa manera,
y que quizá no me compensaría de las pérdidas.
Que yo quiero vivir pisando el suelo,
que aprecio demasiado el sexo y la comida,
que necesito el sol,
que amo el olvido.
Que prefiero leer a Emily Dickinson
-ella siempre vistió de blanco, como el papel sin ella-
que ser Emily Dickinson,
prefiero leer a Rilke que ser Rilke,
con su vida romántica de poeta.
Y después pienso que pienso tonterías
y que ellos no eran quienes yo creo que fueron,
y que escribían en los márgenes de su existencia,
como todo el mundo hace.
Y abro el libro y leo, tiempo más tarde.

Y punto.


Malditos todos los músicos que no son Barbra Streisand
porque son ¿hay que decirlo? usurpadores
de la escena, advenedizos,
sinvergüenzas.
Porque son unos intrusos
todos los músicos
que no son ¿hay que decirlo?
Barbra Streisand,
malditos.

A callar.


Malditos todos los músicos,
que no saben tocar y tocan
(la mayoría), malditos
todos los que tocan por tocar.
Malditos los que no tocan
y hablan sobre los demás
y los que, toquen o no,
hablan de lo que tocan,
por mal que toquen, que es mucho, los demás.
Malditos todos los músicos,
incluido yo.
Incluido yo.
Malditos absolutamente todos
los cantantes, de entre los músicos,
porque no sabe cantar ninguno.
Los que tienen voz son malos músicos,
y un buen músico no cantaría
porque es absurdo
usar la voz siendo músico.

A no ser, no hay que decirlo, que seas,
(y vale tanto para los cantantes,
como para los músicos,
como para los malditos,
incluido yo,
incluido yo, yo
incluido),
Barbra Streisand.

Y punto.

Esa tabla.


Esa tabla
sobre la que el camarero corta las naranjas
no sabe nada sobre la vida.
Se pasa el día tumbada
maldiciendo su destino:
no hacer nada
mientras el ácido cítrico
(al que es inmune)
le resbala.
Pues yo digo que el camarero
se cambiaría por ella de buena gana
cada mañana.

Quizá porque el amor solo es la primavera.


Pasé de caminar al Sol
a preferir la sombra en mis paseos.
De pronto, sin mediación de primavera,
hacía calor en tus abrazos,
sed en tus besos.
Quizá porque en el amor solo hay otoño,
verano e invierno;
quizá porque el amor solo es la primavera,
y lo que no se puede mejorar
irá a peor.

Pero no te dije nada
porque hubiera muerto junto a ti
de amor marchito, caliente o frío;
Venus o Marte, si no podía ser la Tierra
en la que florecieras.
Te fuiste tú, y al irte
me demostraste que el espacio es triste e infinito.

Marrón.


No veo lógico que la selección de España de baloncesto pierda con unos australopithecus,
pero no es por eso por lo que no ocurre ese suceso,
sino porque no hay, que se sepa, australopithecus que jueguen a basketball
(ni que no jueguen, se supone, aunque quién soy yo para aventurarme en eso).
Quiero decir que mi opinión suele ser irrelevante, por disparatado que pueda parecer este argumento.
No tengo ni la menor idea de quién soy, ni de nada, y me comporto como puede hacerlo una molécula,
o un grano de polen sobre un vaso de agua. Hubo un sociólogo
al que hoy se venera como a un hombre de ciencias, Brown, quien definió un movimiento inesperado.
Y hoy yo digo:
¿Quién es el guapo que no se mueve porque no quiere? ¿Quién sabe hacia dónde va? ¿Quién se detiene?
¿Hay por aquí algún inmortal?
¿Cómo piensas ganar a baloncesto a un australopithecus, si no quiere jugar?

diamante o párpado

Acaso  el preciosismo  en la poesía   dependa  de la joya en la mirada: si es un diamante o un párpado,  es decir, si multiplica u opaca. Te...