En mitad del bosque se ahoga un negro.
Y en el mar, en un crucero.
O en la playa contando granos de arena
a principios de agosto,
o de julio. O en Punta Cana
se ahoga un negro, o en
Cuba, o en Costa Rica.
O en tu pueblo. Mientras canta el gallo
del vecino.
Se ahoga en los Picos de Europa un
negro.
Se ahoga en Ibiza, esperando la famosa
puesta de sol,
bailando el chunda chunda.
Todos los negros tienen ritmo, se
ahogan
rítmicamente.
Mientras se sirven mojitos en la
piscina del hotel, a las 8,
antes de la ducha y de la cena, se
ahogan.
Antes de los cuatro gintonics, de
cuatro ginebras y cuatro tónicas distintas
do, re, mi, fa, melódicamente,
se ahogan.
Y aromas -enebro lima pomelo regaliz
pimienta- se ahogan.
En un monasterio del sur de Francia, en
pleno retiro espiritual,
rompiendo el silencio con su chapoteo,
se ahoga otro negro.
Comiendo lechazo de Castilla
bebiendo vino del Priorato
se siguen ahogando.
En un albergue, en un cámping, en una
casa rural, en el piso de un colega, el Camino de Santiago,
o tirado en un parque de Pamplona
durmiendo la mona sobre la piel de un toro
los negros se ahogan.
En Venecia, en un hotel de cuatro
estrellas se ha ahogado un negro hace un minuto.
En los fiordos noruegos un negro
ahogado en la sauna.
En Nueva York, en Canarias, en Benidorm
o en Murcia negros ahogados.
En la Al-hambra de Granada.
En la mezquita de Córdoba.
En el estadio Santiago Bernabeu.
Negros perdiendo pie, tratando de
respirar aire en vez de agua salada.
En casa, después de salir de trabajar.
En tu coche, en tu sofá,
en tu cama.
En el paraíso de tus sueños. Por todas
partes.
En toda la mar y la tierra de nadie
naufraga la humanidad
naufraga la humanidad
mientras es nadie
quien se ahoga.