Artículo (in)determinado/a

El lunes me incorporo al servicio penitenciario.
Ya me toca lidiar, otra vez, con los presos y las presas,
y no me preocupa.
Puedo con ellos
y ellas.
Tendré que tratar con los/las compañeros
las/los compañeras,
y no me preocupa.
Puedo con ellos
y ellas.
El gran Funcionaria
me ha señalado con su dedo
/a.
Me ha preguntado si tengo experiencia
pero al contestar yo que sí
se ha cabreado:
¡Yo no lo tenía porqué recordar!
Y yo: "ya..."

No puedo con esta execrable jerga legal, y sospecho
que jamás podré vengarme.
Un día, muy cerca, me miraré al espejo y diré,
espejito, espejita,
¿por qué a mí me enseñaron tan mal?

El cuerpo me pide tierra/tierro..¿barro?

¡BARRE!, me grita la gran Funcionario.
Comprendo.

Por ser justos

El 14 de febrero es San Valentín, de acuerdo,
pero el 15 de febrero es San Sigfrido,
así que a San Valentín,
más que el día de los putos enamorados,
habría que haberle llamado el preludio de Sigfrido.

San Valentín

Ojala te ame
y alumbres mi vida con tu luz,
pero si yo no te amase
amásame tú.

C.F.C.




Lloraba... había que verlo llorar para saber cómo lloraba. No era cuestión de la cuantía ni de la calidad del llanto. Era lo que provocaba en los demás al verlo. En eso era especial y por eso no os puedo explicar cómo. Tendríais que haberlo visto. Aunque para vosotros tal vez sea mejor sólo saberlo de oídas. Saber, como todo el mundo, de su desgracia. Intentar imaginar según los datos públicos cómo podía sentirse y deducir el número aproximado de lágrimas que derramó, cuántos litros de aire transformó en suspiros en aquel mes, porque lo que sí se sabe, lo que sabe todo el mundo que no sabe nada más, es que estuvo un mes entero llorando -¡pero de aquella forma!- no podemos dejar de pensar los que lo vimos.


Yo lo vi, y me arrepiento. No he podido superarlo, y a veces me echo también a llorar, en lo que los médicos llaman "crisis autoinducidas de llanto con retroalimentación" o, los más pretenciosos, "criying feedback crisis", CFC, o también "Síndrome de Toño", porque sólo aqueja a los que lo conocíamos y lo vimos llorar. A veces estoy leyendo el periódico y no soy capaz de pasar la página sin humedecer las yemas de los dedos y ello me produce un hastío insuperable. Me echo a llorar y ya no paro en un par de días. O las sorpresas. Apoyarse en una nevera y sentir calor en vez del frío esperado, y pensar que después de todo es lógico que esté caliente por fuera si tiene que preservar el frío en su interior, y sentir que uno no es nada para el mundo si todavía está recibiendo lecciones como esa de una nevera... que así escrito quizá no os parezca un motivo para llorar, mucho menos para llorar 165 horas ininterrumpidamente, pero os puedo asegurar que lo que a mí me extrañaba durante la llantina era la tozudez con que mis órganos, y más allá, mis células, se aferraban a la vida.


Cuando yo era niño sentía repulsión por el olor a vino. No podía soportar la visión del poso de los vasos de mis padres durante las comidas y, si me tocaba recoger a mí la mesa, el momento de aclarar aquellas gotas últimas de Rioja - porque siempre era Rioja, eran otros tiempos- era el peor del día. Llegó el tiempo en que me tocó beber a mí, por compromiso. Con mis amigos me reunía para hacerme un hombre y, como todos, bebía vino, y del peor, de forma que me acostumbré a trasegarlo, aunque sin ningún deleite. Al cabo de unos años la sociedad también me empujo a cambiar de hábitos –nos empujó a todos- y comencé a probar mejores caldos que el tetrabrick de nuestra mocedad y descubrí que en el vino había un misterio que lo hacía maridar, por emplear el término sommelieresco, con los momentos y con las emociones. Y, como antes que yo mi padre, me enamoré de la bebida que de niño me asqueaba. Lo sustancial para la historia llega, por fin, ahora, y es que, posterior, hubo otro paso, de involución creativa, que fue el que di al apreciar poco a poco los vinos más perroneros, pues hasta en ellos supe encontrar, con la experiencia, la misma llama que brilla con tan fragante luz en los reservas y que me los recordaba. Y con una melancólica sonrisa me hubieseis podido ver en cualquier chigre con un vaso vacío en la mano y un trago de vinagre en el paladar, si hubierais tenido tiempo que perder, como tenía yo en aquella época.


Así, ese sistema que con el vino me hizo feliz casi con nada, con la tristeza me hace ahora desgraciado. Porque no hay día que no sepa yo ver en esas nimias amarguras de la vida diaria ejemplos magníficos de lo que la existencia humana es: una desgracia. Y quien me lo enseñó, con su dolor inexorable, fue el pobre Toño, profeta de cuantos nos echamos a llorar por cualquier cosa, porque sabemos que una lágrima, si se la mira bien, no se diferencia casi en nada del océano. Y cada vez que veo a esa turba de optimistas desconfío, porque no puedo creer que no sientan el pánico y la extenuación ante los golpes que nos asestan los relojes sesenta veces por minuto.


En cuanto a lo que sucedió con Toño, no es ningún secreto que, después de aquella crisis, permaneció unos meses en estado catatónico y que al despertar no recordaba nada, al extremo de volver a frecuentar la compañía de las mujeres. O que conoció a una chica joven y se casó con ella. Pero a partir de ahí no quise saber más, y cada vez que pienso en él y en su actual felicidad, no puedo evitar imaginar el día que se despierte y se dé cuenta de quién es, y a costa de cuánta inconsciencia ha logrado esa estabilidad que ha de saltar por los aires en el momento mismo en que abra los ojos, o se los abran, de nuevo.



Vaya, ya empiezo otra vez, disculpadme, ¿tenéis un pañuelo?

algo seguro

Leo mis palabras y me pregunto cómo sonarán en tu cabeza
atribuidas a mi voz.
Me pregunto quién soy yo para vosotros,
que me conocéis por fuera.
Si el yo a quien yo leo cuando escribo y el que os lee serían amigos
si se conocieran. Y si son más iguales que distintos o viceversa.
Sé que yo no existo como yo imagino,
aunque me comporto con la gente como si yo fuera para ellos
como creo que yo soy.
Tampoco existe, entiendo, ese otro al que conocéis,
y a los demás os pasa también lo mismo.
Y a veces me sorprende cuando digo algo y no se me comprende.
Y siempre creo entender a los demás...

si hay algo que es seguro es que somos todos unos burros.

Interneeeet



Hoy no me apetecía escribir. No tenía ninguna idea, así que me metí a estas horas a navegar sin rumbo, a la deriva, por interneeeeet.

Internet es una cosa maravillosa. Voy a aprovechar este momento para decir una frase que me pone los pelos de punta: si no existiera, habría que inventarla.

Resulta que hace unos años no existía, o más bien, era como si no existiera. Sólo la usaban los del Pentágono para jugar a los barcos.

Recuerdo que, en aquella época, yo andaba en las cosas del estudio, y que por eso estaba en mi casa, en vez de estar haciendo la mili, que era una cosa que había en España porque los militares de aquí no tenían internet.

Todo el papeleo del mundo era de papel. Así, si querías conseguir una subvención del minimisterio de cultura, tenías que ir a Madrí, donde tenían unos impresos en los que te tenías que arrodillar a los pies de un excelentísimo señor funcionario y firmar que eras un mierda para que al final pasara lo mismo que ahora, pero en más tiempo: que no te la dieran.

Si tenías un amigo en otra ciudad se notaba, no era como ahora, que está todo el día enviándote chorradas al trabajo. De aquella, para comunicarte, como tampoco había móviles (no, no había, habéis leido bien) tenías que coger un boli BIC, un papel y escribir, cosa que ahora nos parece de locos, pero que tampoco costaba tanto, ya que teníamos práctica e incluso buena letra. Después había que comprar un sobre, un sello, salir de casa, buscar un buzón o una oficina de correos y tirar la carta por un agujero. Y había que fiarse de un tío que había ahí y que la iba a llevar personalmente a su destino. El Cartero (¿os dais cuenta de lo ridículo de ese nombre? es como si los panaderos se llamaran paneros). Por supuesto, la mitad de las veces, mientras hacías todas esas cosas, te dabas cuenta de que la carta te había quedado un poco sentimental y detenías el proceso. Hoy, sin embargo, le das al botón y eso ya no hay quien lo pare. Así nos va.

Antes también, si se te ocurría una estupidez, la escribías y la metías en un cajón. Así la leías al cabo de un par de años y te dabas cuenta de que justo acababas de dejar de ser gilipollas hacía un minuto (pasaba siempre). Ahora, gracias a internet, el fondo de tus cajones está al descubierto y cualquiera puede ver el interior de tu cabeza. Aunque como hay tantas cabezas abiertas, nadie va a mirar la tuya, así que en eso las cosas no han cambiado tanto.

Y luego está lo de los bancos, reservas de hotel, de vuelo, youtube, la wikipedia, el google maps y las tías en pelotas, que para qué os voy a contar.

Así que estoy a favor de internet y en contra de la deforestación, aunque no tenga nada que ver una cosa con la otra, porque todo ese papeleo no se ahorra, que es una de las consignas del progreso, que ningún avance científico frene el desastre.

Pero contra la deforestación Rajoy, que cree que un guarda forestal es un tío que examina a los forasteros.

Poema penoso

No hay muchas maneras de comenzar un poema.
Si la primera palabra es "no",
seguramente será de pena.

diamante o párpado

Acaso  el preciosismo  en la poesía   dependa  de la joya en la mirada: si es un diamante o un párpado,  es decir, si multiplica u opaca. Te...