He visto en un teléfono
una fotografía tuya con tu hijo.
Pero a ti no te he visto en tu hijo.
Una fotografía tuya con tu pelo,
algo más rubio,
con tu mirada, con tu piel,
nítida y blanca.
Solo se veía tu cara y la de tu hijo,
pero yo no he visto a tu hijo.
Y aunque no estaban en la fotografía
sí he visto tus maternales pechos
amamantándome a mí en la oscuridad de un portal
cuando aún no eras madre,
y he creído oír tu tintineante sonrisa;
oler tu fuerza primitiva.
Y tus fríos labios humedecían mi lengua.
Toda la absurda conversación
mientras tanto hablaba sobre tu hijo.
Su piel, su pelo, que yo no miraba,
sus primerizas palabras, su mirada,
su sonrisa tintineante.
Pero yo no oía la absurda conversación
hablando sobre tu hijo a quien tampoco veía.
Sólo escuchaba tu voz susurrando mi nombre
por primera vez en la oscuridad,
y tu respiración acelerada,
solo veía tu piel y tu pelo
y tu ropa de invierno sobre mis ateridas manos.
Y he aborrecido este tiempo de hijos y teléfonos.
Teléfonos de nueva generación.
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