El hígado de Lou Reed
murió en mayo.
Extrajeron al maltratado órgano
en un quirófano cualquiera de la Gran Manzana.
Fue a parar a una bandeja de metal
fuera de la vista de todos, excepto
la de la enfermera absorta
que pensaba vaguedades mientras sus blancos zuecos desapercibidos
materializaban el cortejo fúnebre.
El recipiente de la ingratitud humana es el vasto mundo.
Solo Lou Reed, al despertar,
notó que el dinosaurio
ya no seguía allí.
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