Alegría.



De entre todas las formas de la alegría,
y son muchas, entrado ya el siglo veintiuno,
yo he elegido, por costumbre y por salud,
por socialismo, presión de grupo, o camaradería,
el cubalibre
de to’ la vida.
Y porque estoy de acuerdo en todo con su nombre,
pues yo me siento a veces una isla y me libera,
y porque pienso solo de corazón
en su vasodilatadora compañía.


Y porque es mejor beber de pie
que vivir, bajo la dictadura abstemia,
de rodillas.

Si los amaneceres pensaran...



Si los amaneceres pensaran discutirían
por nuestra causa.
Por no saber quién sabe más sobre nosotros:
si nos queremos,
si no,
si hoy es mejor o peor que ayer
o que mañana.


Unos amaneceres y otros no se pondrían de acuerdo, porque en algunos
amanecimos juntos en la misma cama y en el mismo beso.
Nos despertó la misma luz del mismo amanecer
al mismo tiempo.


Otros dirían que estábamos separados,
que despertaron a dos personas distintas
en dos distintas habitaciones,
atravesando cada ventana de una manera,
incidiendo en dos ángulos distintos,
sobre las sábanas.


Si los amaneceres pensaran se reunirían para charlar,
discretamente,
en las hemerotecas.
En torno a una gran mesa redonda
cuya presidencia habría de rotar cada día,
siendo además
el presidente de turno
el único ausente...


Yo mismo cedo a veces a la tentación
de no considerar a los amaneceres
como una sucesión continua.
Me resisto a pensar que la última palabra es la opinión última,
que la última emoción es más auténtica que las anteriores.
Que hoy es más mi vida que ayer,
que mañana.
Que yo existo, si he de ser
solo una procesión de individuos
que se repiten:
fotografías
que hacen cine.


Y no lo pienso, a la luz de algunos amaneceres
y a menudo confío mi vida a su discreción.


Si al acabar la vida de los poetas
no queda más que un libro de poemas,
qué va a quedar de hoy.
Imágenes calcadas, y sobre ellas
los mismos pensamientos.
Hasta la luz del alba es neutra
y en el resuello de los semáforos
se escucha al mismo locutor
hablándonos del tiempo
que hará mañana.
Hoy ha acabado todo,
somos carnada a barlovento
de los cronómetros hambrientos.

Vida.




Hay un resto poético
entre los alquileres que voy dejando a la deriva.
Todo movimiento periódico produce un sonido,
aunque su frecuencia sea inaudible
para la mayoría.
Yo salgo del banco con distinta ropa cada vez,
como en una elipsis cinematográfica,
y para el banco y mi casero soy como un cometa
que pasa cerca el día uno de cada mes.

Pero puedo asegurar que estoy vivo
y que existe una envolvente de los múltiples periodos
a los que me someten la naturaleza y la sociedad.
Que el mundo cambia por mis decisiones,
que soy tan culpable de todo como el que más.
Que cuando yo muera
habrá más silencio y más tristeza en una casa.

Repámpanos.



Qué coñazo
vivir toda la vida.
La vida entera esperando
instantes mínimos
y tan inexistentes
al fin
como la muerte.
Algún momento loco
y muchos plácidos,
pocos de auténtico dolor,
la mayoría de paso.
Y el malhumor de no saber
si fue la última vez
que respiramos,
si volveremos a comer
calabacín.

Cuando yo tenga setenta y pico años.

Cuando yo tenga setenta
y pico años,
seré mucho más sabio
que lo que soy ahora,
con la sabiduría
mucho más honda y
por lo tanto
seré menos sabihondo.
Pero estas letras
que no se lleva el viento
seguirán entonces siendo mías:
mientras yo voy viviendo,
mientras yo las escribo
lo siguen siendo y
no puedo evitarlo.

Tal vez, cuando tenga setenta
y pico años las leeré
por un casual.
Me las traerá a la vista un disco duro
resucitado por el cambio a otra tecnología
y al leerme
tal como soy, cuando ya no lo sea,
pensaré en mi pasado con nostalgia
y con melancolía.

Y no estaré de acuerdo al cien por cien,
eso es seguro, con palabras ni ideas,
pero siento que ese yo que aún no soy
seguirá siendo algo de éste:
agudizado por la vida;
por la constatación de sus temores.
Y desde ese extremo del lapso
la nostalgia
será el miedo natural a la inmediata muerte,
solamente,
pero la melancolía será horror
por esa vida,
que viéndose desde éste,
en perspectiva,
se ve también desperdiciada.

Aunque quizá no viva tanto,
es el consuelo de este día.

Sensación de otoño.


(foto: ibotamino)









Esta sensación de otoño
me la dan las hojas de los árboles
que ahora son del suelo,
y algunos charcos secándose al sol del mediodía:
sol lento que me hace ahora acarrear mi abrigo.


Me dan los niños la sensación de otoño,
hablando siempre con franqueza en el camino
de su escuela, con su uniforme y su mochila,
con su peripatética jerarquía.
Y me recuerdo a mí cuando era ellos
como recuerdo las hojas antes, en los árboles.
Así comprendo quién ya no soy,
y quien no volveré ya a ser. De dónde vengo.
No cuándo es hoy. No a dónde voy.
No quién seré cuando haya llovido y llegue el hielo,
cuando haya vivido y vire atrás, nostálgico,
sin distinguir quizá las estaciones.


Siento un hastío fenológico por esta sensación, por este otoño,
por esta ilusión perenne de presente entre el frondoso tiempo caducifolio,
por este sol y por su declinar oblicuo;
y aun sé que al volverse frío el viento 
encontraré consuelo en el calor del fardo 
de pasado y de futuro que es mi abrigo.

diamante o párpado

Acaso  el preciosismo  en la poesía   dependa  de la joya en la mirada: si es un diamante o un párpado,  es decir, si multiplica u opaca. Te...