Lloraba... había que verlo llorar para saber cómo lloraba. No era cuestión de la cuantía ni de la calidad del llanto. Era lo que provocaba en los demás al verlo. En eso era especial y por eso no os puedo explicar cómo. Tendríais que haberlo visto. Aunque para vosotros tal vez sea mejor sólo saberlo de oídas. Saber, como todo el mundo, de su desgracia. Intentar imaginar según los datos públicos cómo podía sentirse y deducir el número aproximado de lágrimas que derramó, cuántos litros de aire transformó en suspiros en aquel mes, porque lo que sí se sabe, lo que sabe todo el mundo que no sabe nada más, es que estuvo un mes entero llorando -¡pero de aquella forma!- no podemos dejar de pensar los que lo vimos.
Yo lo vi, y me arrepiento. No he podido superarlo, y a veces me echo también a llorar, en lo que los médicos llaman "crisis autoinducidas de llanto con retroalimentación" o, los más pretenciosos, "criying feedback crisis", CFC, o también "Síndrome de Toño", porque sólo aqueja a los que lo conocíamos y lo vimos llorar. A veces estoy leyendo el periódico y no soy capaz de pasar la página sin humedecer las yemas de los dedos y ello me produce un hastío insuperable. Me echo a llorar y ya no paro en un par de días. O las sorpresas. Apoyarse en una nevera y sentir calor en vez del frío esperado, y pensar que después de todo es lógico que esté caliente por fuera si tiene que preservar el frío en su interior, y sentir que uno no es nada para el mundo si todavía está recibiendo lecciones como esa de una nevera... que así escrito quizá no os parezca un motivo para llorar, mucho menos para llorar 165 horas ininterrumpidamente, pero os puedo asegurar que lo que a mí me extrañaba durante la llantina era la tozudez con que mis órganos, y más allá, mis células, se aferraban a la vida.
Cuando yo era niño sentía repulsión por el olor a vino. No podía soportar la visión del poso de los vasos de mis padres durante las comidas y, si me tocaba recoger a mí la mesa, el momento de aclarar aquellas gotas últimas de Rioja - porque siempre era Rioja, eran otros tiempos- era el peor del día. Llegó el tiempo en que me tocó beber a mí, por compromiso. Con mis amigos me reunía para hacerme un hombre y, como todos, bebía vino, y del peor, de forma que me acostumbré a trasegarlo, aunque sin ningún deleite. Al cabo de unos años la sociedad también me empujo a cambiar de hábitos –nos empujó a todos- y comencé a probar mejores caldos que el tetrabrick de nuestra mocedad y descubrí que en el vino había un misterio que lo hacía maridar, por emplear el término sommelieresco, con los momentos y con las emociones. Y, como antes que yo mi padre, me enamoré de la bebida que de niño me asqueaba. Lo sustancial para la historia llega, por fin, ahora, y es que, posterior, hubo otro paso, de involución creativa, que fue el que di al apreciar poco a poco los vinos más perroneros, pues hasta en ellos supe encontrar, con la experiencia, la misma llama que brilla con tan fragante luz en los reservas y que me los recordaba. Y con una melancólica sonrisa me hubieseis podido ver en cualquier chigre con un vaso vacío en la mano y un trago de vinagre en el paladar, si hubierais tenido tiempo que perder, como tenía yo en aquella época.
Así, ese sistema que con el vino me hizo feliz casi con nada, con la tristeza me hace ahora desgraciado. Porque no hay día que no sepa yo ver en esas nimias amarguras de la vida diaria ejemplos magníficos de lo que la existencia humana es: una desgracia. Y quien me lo enseñó, con su dolor inexorable, fue el pobre Toño, profeta de cuantos nos echamos a llorar por cualquier cosa, porque sabemos que una lágrima, si se la mira bien, no se diferencia casi en nada del océano. Y cada vez que veo a esa turba de optimistas desconfío, porque no puedo creer que no sientan el pánico y la extenuación ante los golpes que nos asestan los relojes sesenta veces por minuto.
En cuanto a lo que sucedió con Toño, no es ningún secreto que, después de aquella crisis, permaneció unos meses en estado catatónico y que al despertar no recordaba nada, al extremo de volver a frecuentar la compañía de las mujeres. O que conoció a una chica joven y se casó con ella. Pero a partir de ahí no quise saber más, y cada vez que pienso en él y en su actual felicidad, no puedo evitar imaginar el día que se despierte y se dé cuenta de quién es, y a costa de cuánta inconsciencia ha logrado esa estabilidad que ha de saltar por los aires en el momento mismo en que abra los ojos, o se los abran, de nuevo.
Vaya, ya empiezo otra vez, disculpadme, ¿tenéis un pañuelo?