Hay una mosca quieta.
Suspendida en el aire.
Sus ojos múltiples, sus alas extendidas,
como clavada con un alfiler a un instante.
La observo, exenta, desde los ángulos,
en un traveling de izquierda a derecha,
de arriba a abajo, entre
la luz que refleja el lado contrario.
Veo el reflejo en sus ojos de celda.
Sé, así, lo que ha visto antes
de este momento:
el que lo cambia todo tanto que se hace eterno
y hay una mosca quieta en mitad del tiempo.
Bajo ella un hombre,
un cuchillo.
Hay sangre de una mujer por el suelo.
Hay una mujer muriendo rodeada de sangre
en el suelo, en una habitación normal
de cualquier ciudad.
El hombre la ha acuchillado,
la acuchilla,
en el pecho, el abdomen,
en el cuello.
Hay heridas en sus brazos,
cortes en sus dedos.
Tiene los ojos abiertos
y en este momento, durante esta pausa,
sus ojos dejan de ver a su asesino,
al resto del mundo.
La mujer ha muerto.
Justo en este momento,
el que lo cambia todo tanto que se hace eterno,
y hay una mosca quieta en mitad del tiempo.
Ahora, antes de que continúe,
describiré otras cosas
apurando lo descriptible, lo quieto:
es verano, hace calor,
la habitación huele a tabaco,
sudor, alcohol,
humo de algo que se quema en la cocina.
Hay un televisor funcionando,
su imagen también parece detenida.
No lo está, continuará cuando se reanude el hilo
de lo que acontece, excepto la vida, parece claro,
de esta mujer ya ciega, ya inconsciente,
ya insensible. Ya muerta,
ya noticia tal vez, ya
estadística.
Ya.
A partir de este momento,
el que lo cambia todo tanto que se hace eterno
y hay una mosca quieta en mitad del tiempo.
Hay una mosca quieta en mitad del tiempo
como clavada a un instante con un alfiler.
Sus múltiples ojos lo han visto todo
sus alas extendidas en el aire
reanudarán ahora su zumbido.
Una mujer muerta bajo mil ojos.
Verano. La mosca sale.
Hay mil habitaciones en la ciudad,
miles de ventanas
abiertas.
Y alas que no se paran, que vuelan
por el olvido.