El amor pasa
y resulta incomprensible en perspectiva:
es lo contrario de la Historia,
hay que vivir en él para entenderlo.
Yo vivo en un lugar absurdo
e imaginario, como la ínsula
Barataria, como Utopía,
como la Atlántida.
Y surgen por doquier los dones
de la naturaleza, sin embargo.
Y sin embargo voy
sonriente por las calles atestadas
de terráqueos.
Compro el pan en el despacho de una geisha,
viajo en metro y los demás viajeros, azorados,
me rehúyen por mi bonhomía.
Pero mi sonrisa está bien justificada
y estoy en mi derecho.
Solo los locos, los borrachos, yo y los niños
decimos la verdad.
No puedo hablar por ellos, pero yo estoy loco
por ti, ebrio de tu armonía
y balbuceo al verte como un recién nacido.
Y cuando estoy solo hablo contigo
¿acaso no me oyes?
y al entornar los ojos te veo sonreírme,
y en medio del silencio de la noche te escucho respirar mi mismo aire
y creo por eso que ha de merecer la pena
caer de lleno en la insensatez suprema del amor.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes, iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.
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