¡Ay! Haití.
CRISTÓBAL MANUEL / EL PAÍS | 05-02-2010
¡Ay! Haití,
ay de tí.
Tiemblas Haití, paraíso,
como se tiembla de frío,
para tí el escenario
no podría ser más sombrío.
Ay de tí,
cuando pase
otra cosa en otro sitio.
Donatello au milieu des fauves
Guardo un rincón a la poesía
en cada tramo final de mis cuadernos
de la cuaderna vía.
En esas pocas páginas escribo a mano alzada
ideas escogidas, responsabilizadas
por sus predecesoras, cuya pesada carga
debe asentarse en ellas como si fuese su asa.
¿Qué poema podrá rivalizar con los teoremas?
Por eso temo fracasar y tantas veces no comienzo.
Cada palabra ha de ser digna de la que la precede,
y la primera letra siempre será perfecta
por inocente.
Hay un espacio en el que nunca escribo, por lo tanto,
el último, la última página, tan blanca,
se queda siempre en blanco.
El amor es lo contrario de la Historia.
El amor pasa
y resulta incomprensible en perspectiva:
es lo contrario de la Historia,
hay que vivir en él para entenderlo.
Cuando uno ve qué cosas hizo en otra época
las analiza
descontando el sentimiento o, aún peor,
sustituyéndolo.
Ve a otra persona,
cree que ha cambiado para mejor,
por no ser ya él (yo)
enamorado.
Pero aún así quisiera que volviese el amor
para actuar de otra manera,
para actuar mejor, a la luz nueva de la razón
que ha recobrado;
contrasentido claro,
pues donde hay amor (pasión)
la razón está suspensa:
no puede haber amor pensado
a no ser como recuerdo
y es un recuerdo vago, sobre algo extraño,
incomprensible y pasajero, aunque real,
porque sorprende.
Posiblemente sea ese descuento
al fin lo único veraz de todo,
quizá tan real como la gravitación entre los cuerpos,
o, entre cada momento erradicado,
tan cierto como el tiempo.
Perspectiva.
Para entender un mundo lleno de hombres
que pisotean la Tierra con sus zapatos
(la ingratitud les calza
desde por la mañana
y su mayor orgullo
es ser humanos)
habría que ser marciano.
Las Diez.
Son las diez
por mi reló.
Por mi lo serían hace tiempo.
Por mí mi reló estaría quieto.
Soy tan idiota
que soy poeta.
Lo siento.
Tu ley.
A veces me da por oír baladas antiguas
de las que hablan de lluvia, de amor,
de antiguas caricias, a veces
parece que en mis ojos hay tierra
y hay agua y huele a tormenta
por venir y vayan a abrirse en mis ojos
tiernas margaritas.
A veces me parece que soy un romántico
y que nada de lo que puedo decir
te merece.
Entonces guardo silencio
como si solo sirviera el lenguaje
del trueno, del rayo de luz
hendiendo las nubes,
el rocío sobre pétalos blancos,
el susurrar de la nieve.
Tú
eres por derecho una palabra
como primavera y como otoño.
Como futuro y como horizonte,
como vida y como lágrima,
como amor en la voz de un poeta.
Eres la naturaleza resumida en una mirada,
en un instante esquivo de comprensión
que da paso a la búsqueda eterna.
Quiero reconstruir mi mente de tal forma
que pueda volver a contenerte,
quiero hacer inteligible el mundo
a través de ti, saber quién soy yo
siendo tú.
Quiero ser tu sonrisa,
tus ojos, tu ley,
las huellas que dejas, el aire que mueves,
la luz que enajenas con tu silueta.
Que al hablarte mi voz me sorprenda.
Que para mí tu nombre, en ese momento,
no sepa a muerte.
Haití
La tierra enterró a los vivos.
Los vivos los desentierran
para volver a enterrarlos
ya muertos en otro sitio
y con lágrimas los riegan,
y luego volverán los blancos
a pastar en esa hierba.
de tiempo y de lana verde
Mi madre teje su tiempo
entre hebras de lana verde:
está tejiendo una chaqueta
y mientras, su tiempo mengua.
Y mientras su tiempo mengua
yo la veo teje que teje
y ya está hecha la chaqueta
de tiempo y de lana verde.
Y pienso mientras la veo
que la chaqueta es de tiempo
y la lana lo sujeta
y es el tiempo de mi madre
que tejío,
para que yo no tuviera
frío en su ausencia.
Mi madre teje que teje
mientras yo
tiembla que tiembla.
Y cuanto más tiemblo más teje.
Y cuanto más teje más tiemblo.
Pienso en mi palabra y la comparo con lo que no sé decir
de tu recuerdo.
A simple vista parece tan absurdo pronunciarla como alumbrar
un aeropuerto con una sola luz.
Sin embargo, sin decirla,
el amor y los recuerdos nunca han sido,
son la música fuera del tiempo
tocada en el vacío;
son la velocidad
respecto a nada.
¡Oh, palabra! Queda dicha
como una estrella silenciosa entre millones
refiriendo brevemente el rumbo
de su constelación,
o como una baliza,
señalando apenas, sin iluminar, las pistas
negras
en las que aviones húmedos de lluvia,
entre su estruendo aterrizan.
Plenilunio.
Camino nocturno y es de noche.
Me imagino el asfalto, como empapado
de petróleo, aunque es solo el agua,
que está falta de luz.
Charcos, coches, asfalto.
Semáforos.
La brisa negra,
ruido lejano del tráfico,
el peligro de las calles agazapadas,
las sombras misteriosas
típicas, de las películas.
En cualquier momento la muerte podría volver
y verme aquí,
como si fuera éste su hábitat
y yo estuviese revisando sus cajones sin su permiso,
como si los lectores de este poema la vieran subiendo
por la escalera mientras me ven a mí,
zarandeando su escritorio, a la luz de un flexo,
forzando la cerradura con mi abrecartas;
como si pudieran avisarme
de que la muerte viene, de que me escape
por la escalera de incendios.
Por la mañana todo es distinto,
pero ya es tarde, mi mala suerte ha salido en el periódico.
Dicen que no sentí nada, pero sí,
siempre se siente un último escalofrío:
“Aparece muerta una chica, violada
a la luz de la luna.”
Graciela en el salón de su casa.
Graciela fuma en el salón de su casa:
tiene goteras.
Escucha su gotear, mientras lía
otro cigarrillo.
En la calle llueve, y antes ha nevado.
Aún se ve blanca la terraza de su vecino,
sobre su techo. Es ya de noche.
Se echa a llorar sin hacer ruido,
como si las lágrimas se filtraran
atravesando sus mejillas,
sigue fumando, mira
por la ventana:
tras los cristales la calle
y reflejándose en ellos su cara.
Tras el reflejo, reflejándose,
su alma.
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