Verbos de barro.





Les dice Jesús: Desatadle, y dejadle ir.
Juan, 11:44












Un poeta está escribiendo
su poema.
Ve imágenes, escucha, huele,
saborea, recuerda.
Resbala por el papel
como por un tobogán de la infancia,
uno de aquellos que terminaban
de pronto,
cuando dejaban de ser
toboganes.

La rampa solo es la rampa.
La rampa solo es la rampa.

Y se repite la historia que no estaba previsto repetir.

Un poeta está escribiendo su poema.

Poema escribiéndose: palabras muertas que resucitan.
Un funeral inverso
en el que los vivos reciben a los muertos.


Me imagino al hombre que escribe,
sentado en una silla,
sobre un papel, con un bolígrafo.

Creando un universo
sobre un papel, con un bolígrafo.

Tal vez dios de algunas leyes propias de lo escrito
sobre un papel...

es un hombre que se convierte en
un poeta, cuando crea.
Como Dios fue dios mientras creó.

Es un hombre que es solo un hombre
cuando deja de crear.
Un animal mortal respirando el aire del presente,
quemándose por dentro hasta la muerte con su oxígeno,
con su orden
cronológico.
Más cierto que los dioses
eternos, fuera del tiempo,
inexistentes
mientras no donan soplos animadores de las nadas.


Ahora imagino al poeta
que escribe, sentado en una silla.
Y deja de escribir unos instantes
y deja de existir, y esos instantes
los vive el hombre solo.
Pero no quiero imaginar al hombre:
borro al hombre.
Quiero ver la intermitencia del poeta
como una imagen en una tele mal sintonizada
en la que las imágenes vienen y van
mostrándonos el artificio técnico
que es llamar a una pantalla
realidad.

Así veo yo a ese poeta
que escribe ahora una letra
y escribe una letra
y piensa, y se distrae,
y la poesía agoniza a sus pies de hombre que no escribe
porque no hay ningún poeta rescatando a las palabras
de sus tumbas
y llamándolas a alinearse
en ese patio blanco de papel
que vela armas tras la letra
eternamente,
como un dios inmóvil, silencioso,
inexistente.


No hay
más tinta
que la tinta de las letras.
No hay más poeta
que el que termina su poema
y deja vivir a las palabras bajo sus propias leyes;
toboganes entre el cielo y la tierra,
verbos de barro
que no recuerdan el tiempo
en que solo eran ideas.

Atlántida II





cuál ha de ser el Ararat de Europa
miríadas de cayucos se preguntan 
varados en la costa
mientras las mafias calafatean sus cascos,
cuentan sus beneficios
sacian su sed de vidas íntegras,
de vírgenes,
de infancias.

Dónde, cuando se hunda todo, aterrizar,
sobre qué cumbre encallaremos,
qué aperos de labranza serán más necesarios,
qué idiomas, qué palabras.

Niños que encuentran su lenguaje en este tiempo,
pioneros de nuestro plan extraterrestre 
en cuya urdimbre se enreda una especie 
parricida, inextricablemente.

Infancia, truco improvisatorio,
vuelve a sacar al hombre de la arena movediza a la que salta
cuando el confort del mundo está a la vista.
Crece pronto,
aprende,
permanece.

nos pasa a todos



nací, y eso fue caer en una arena movediza
de la que nadie me avisó ni en el umbral,
ni antes, ni después.
Tal vez no hay nadie a quien culpar,
no es un umbral,
sino una casa
que cae detrás de ti y que al oír su ruido ves
y crees que ha estado ahí toda la vida.
Nos pasa a todos, así que en este lado
somos hermanos al menos de ignorancia.
Y al bucear entre la arena aprendemos
a compartir el aire,
aunque sea una burbuja tan vieja como el mundo
mil veces saboreada por otros paladares.
Y cuando ya sabemos nos dejan ir
poniéndonos una pared delante...
o nos dejamos ir
cuando la vemos.

a las calles




Al juez Santiago Pedraz y a los "pijos ácratas" como él


Nos unimos para hacer preguntas, a veces,
en las calles.
Ahora que, aunque es otoño, todavía hace buen tiempo.

Nos preguntamos cómo, quién, cuándo…
entre risas, sentados en el suelo, o
paseando. O simplemente de pie,
como si esperásemos a alguien.
Como si esperásemos a alguien que no llega;
porque estamos horas haciéndonos preguntas,
a veces,
sin conocernos, incluso.

Pero nos unimos, aunque no nos conozcamos.
Nos une no saber, hacer preguntas por si alguien
sabe las respuestas,
por si alguien sabe cuándo, quién,
cómo…
por si alguien que sepa quiere responder.

Entonces llegan algunos de nosotros
y nos dicen que dejemos de reunirnos,
que nos vayamos a casa,
que no esperemos respuestas.
Nos ponen, incluso, impedimentos
para salir a la calle:
nos dicen que va a llover,
nos dicen que ya es otoño…

pero todavía hace buen tiempo,
eso lo sabemos porque estamos en la calle
y vemos el cielo. Precisamente
porque estamos en la calle,
como es natural.

Y nacen nuevas preguntas de la falta de respuestas:
al cuándo, al quién, al cómo
esa ausencia, ese interés porque nos vayamos a casa
donde no veríamos el cielo
donde no sabríamos si llueve o no
donde el otoño sería una mera costumbre,
un paraguas apoyándose en la puerta
añadimos un ¿por qué?
y nos empujan, entonces, esos,
que son como nosotros,
que ignoran todas las repuestas,
que dicen cumplir solo órdenes,
a nuestras casas.

Olvidan,
no esos que están donde nosotros
-porque, como nosotros,
nunca supieron-
sino los otros,
los que les dan esas órdenes ocultos tras el silencio,
tras el otoño, tras el seudónimo de los adverbios,
que nuestras casas no son
nuestras,
son,
ya,
suyas.

Lo olvidan.
Y entonces tenemos que  asumir que ellos,
que nos las han robado,
que no responden nuestras preguntas,
que a veces, cuando ven que nos unimos 
sin conocernos, incluso,
en la calle
-como es natural-
como si esperásemos a alguien que no llega porque no llega nadie nunca ,
nadie escucha,
nadie quiere responder,
son precisamente aquellos que nos empujan.

Y al final todo se convierte en una lucha entre nosotros y ellos,
una lucha sencilla.
Solo que ellos sabían desde el principio quiénes éramos nosotros
y por qué, y cómo,
y sabían dónde.
Y nosotros no sabíamos que existían
ellos. Que existíamos
nosotros.
Y ahora ya no importa cómo,
quién, ni cuándo,
ni por qué.
Ahora importa lo que aún puede cambiar antes de que llegue el auténtico otoño, 
y -precisamente es lo que les molesta cuando a veces nos unimos para hacer
preguntas en las que son nuestras calles-
eso es dónde.

llamando a las palabras





Si el político
despliega su panoplia de argumentos
ante el público,
responde unas preguntas pactadas de antemano,
explica el rumbo incierto de la economía,
pide el voto en pie sobre unas ruinas,
resume la desgracia ajena en dos palabras
mientras busca su grial en el desagüe
de los caudales colectivos,
campa ostentoso ante la imagen musitada de las víctimas
de su gestión,
y usa armas robadas para hacerlo:
voz
potente y clara,
sonrisa,
mirada
concentrada en un punto
que para él es imaginario
porque vive oculto
bajo la piel del verdadero SLAM,
¿por qué tú no?

Si el sacerdote
suelta las riendas de sus admoniciones desde el púlpito
sitúa tras un altar sus errores y defectos
parapeta su ignorancia en un ambón
sobre el cual lee la Palabra,
con mayúscula,
como si la palabra de verdad fuera minúscula,
se arma de liturgia y tradición
micrófono en mano
en locales eternos de resonancia amplia,
aconseja como un hábito asumiendo
que el hábito de aconsejar le hace sabio
y bueno
y experimentado,
y sigue, domingo tras domingo, predicando,
señalando con el dedo el horizonte para no ir nunca,
para que no vayamos,
marcando con su pluma la línea que separa
el mar del cielo
llamando pecado al oleaje,
virtud a la tormenta,
crucificando trozos de madera,
y en vez de una casulla usa una piel,
la del SLAM auténtico, desnudo,
sincero,
¿por qué tú no?

Tú, que no quieres herir a nadie,
que crees que la verdad es simple
y que admites que quizás estás equivocado
aunque sabes
que cuando amas no te equivocas,
que cuando sufres no te equivocas,
que cuando ríes o lloras, abrazas
o estrechas una mano
no te equivocas,
que no te equivocas cuando miras a los ojos,
cuando trabajas,
cuando descansas,
cuando sueñas,
que muchas veces te equivocas
cuando callas...

Sí, hay una piel
real aquí,
tu piel, mi piel.
La piel del que está lleno de palabras sin decir,
la piel del que escucha las palabras
habituado a que unos siempre hablan
y otros siempre callan,
una piel tensa como un tambor
que lleva dentro el ritmo y el redoble de lo real,
del verdadero SLAM,
de la palabra hablada y escuchada,
de la palabra más sincera
dicha en voz alta
aquí, no a oscuras en nuestras casas,
ensanchando nuestras casas hasta donde alcanza su sonido.

Yo llamo a la palestra a los slammers apagados,
silenciosos,
a los slammers que no saben que lo son,
a los que no se creen dignos de pisar un escenario,
a los que no airean en público su miedo interno,
a todos los slammers ocultos
bajo la capa negra del silencio,
yo tiro de la manta y os descubro
vivos, latentes,
rumiando el ruido de todas las palabras,
oyéndolas, sin escucharlas entre el aire.

Hay que mover el aire,
hay que hacer viento,
hay que resucitar el gusto por la sinceridad.

Empiezo así,
llamando a las palabras,
sentándome, sin miedo,
para escuchar.

polvo eres

Mato plantas y animales
hallo oculta podredumbre de la tierra
y la esparzo por el aire,
disuelvo piedras, quemo árboles,
quiero que todos los humanos sean iguales.

Que la nada se confunda con el todo.
Que la luz pase de largo.
Alguien, nadie...
yo, no yo...

Madrid a cara o cruz





La vieja compungida
habrá hecho la cama y, sin ducharse,
con la bata de verano,
baja a la calle,
va a la compra.

Pide un café en el bar de la esquina
y en voz baja un anís
para endulzar ese sabor tan plano
de la leche, del café, del día,
de la vida.

Antes de ir al mercado
se toma otro chupito
y llega
disimuladamente
hasta un extremo de la barra.
Paga el café  y lo demás
con los cincuenta euros que le quedan
y así se olvida
de su difunto marido
y de sus hijos
que nunca la visitan
y del recibo de la luz,
y de la compra,
y de las dos semanas sin dinero
si no le toca el premio
de la máquina.
Y se zambulle en ella,
y ve la luz del cielo
en sus bombillas
y oye la música
de la Esperanza.

Y dobla una y otra vez su premio
hasta que no le queda nada
y dice adiós al camarero sin mirarle
y sale
y tiene un zumbido en la cabeza
y se arrepiente
y repasa lo que hay en la nevera
e inventa un libro de recetas
con dos cebollas
tres kilos de patatas
siete huevos,
una botella de ginebra;
mientras regresa
con la cartera vacía
y la tristeza llena.




Se cruza, pero no se da cuenta,
con otra vieja
que sale de su casa sonriente,
oliendo a lujo y a facturas pagadas,
a seriedad y a autosuficiencia.
creyéndose mejor
sintiendo lástima
por las que pierden su pensión
por las ranuras
de las alcantarillas.

Ella, que gana varios sueldos,
ella, que no ha apostado su dinero en la vida,
ella que juega con ciudades
como si fueran fichas de un casino,
con personas como si fueran dados,
consigo misma
como si fuera Alicia
en el país de las Maravillas.

diamante o párpado

Acaso  el preciosismo  en la poesía   dependa  de la joya en la mirada: si es un diamante o un párpado,  es decir, si multiplica u opaca. Te...