Era en el auditorio nacional. Entras por la puerta y ahí están esos magníficos porteros madrileños dándote las buenas tardes con una sonrisa. Como diciendo, o diciendo, me alegro de que por fin estés con nosotros, se te echa de menos. Y no te conocen de nada. Es lo bueno de las ciudades, que tienen muchas cosas malas y muchas buenas. Muchos jóvenes entre el público. Marcas de violín y viola en sus cuellos algunos, labios de trompetista, barbas de intelectual...Muchos niños con sus padres. El auditorio lleno. La mía la última entrada en ser vendida. Pero no hay entradas malas, todas están cerca. A veces la suerte se te presenta. Mi entrada era por la parte de atrás del escenario, en primera fila. Detrás de los percusionistas. Una pandereta al alcance de la mano. Hay mucha percusión, dos percusionistas y dos timbaleros. Va a haber jaleo. Lo primero que se toca es La Consagración de la Primavera, de Stravinski. Es la hora. La Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolivar entra a la vez que el público. Todos esperan a que el auditorio esté lleno. Los percusionistas chocan sus puños entre ellos según van entrando. No sonríen. Van de traje negro. Tienen esa seriedad que vemos en los Latin Kings de las películas. Todo lo que va antes del juicio es prejuicio. Ya está por fin todo el público sentado. Hay muchos americanos. Se ven algunas banderas de Venezuela desplegadas en el anfiteatro. Ambiente de fiesta.
Sale el concertino. De unos veinte años, el pelo engominado para atrás, traje impecable, mandíbula ancha, sonrisa satisfecha, muy al estilo del galán latino, muy Luis Miguel. Manda con orgullo. No por ser él jefe, sino por quiénes son sus compañeros. Así es sencillo obedecer. Afina a la orquesta. Con un gesto baja el volumen de los murmullos del público. Se sienta. Se hace el silencio. Sale Dudamel.
Tiene veintisiete años. Es pequeño. Melena negra rizada. La cabeza le queda un poco grande con traje. El público que le aplaude no le ve al ponerse en pie la orquesta. Aparece en el podio. No tiene atril. Todo en la cabeza. Levanta la batuta y se para el tiempo.
Ni una mosca. Están detenidas en sus trayectorias. Como el aliento de cada persona allí presente, como el segundero de cada reloj. Al moverse lentamente la batuta vemos el engranaje que formamos todos los que estamos en el auditorio. Esa batuta va a sustituir a todos los temporizadores durante unas dos horas, que durarán lo que diga el director.
Le da la entrada al fagot y empieza Stravinski.
Noto un arquear de cejas. Los labios dibujan una expresión que no tengo registrada. Los músculos maseteros sin tono. Los ojos abiertos con los párpados como apuntalados, se llenan de agua de emergencia. Pienso: qué pensará la gente que me vea. Pero no puedo hacer nada al respecto, además, nadie puede estar mirándome. Los violines bailan la danza de los adolescentes, las violas bailan, los chelos bailan, los ocho contrabajos hacen bailar la tierra bajo el auditorio. El viento nos asusta, nos convierte en hormigas bajo el granizo. La percusión es el granizo que cae por todas partes.
Sube la intensidad. Es una lucha, una batalla, una guerra, un bombardeo sobre la escuela, cuando éramos niños. Dudamel se pone la careta del cerdo, del poderoso, del violador, del necio. Mete miedo.
Un silencio nos sorprende a todos.
Que no se mueva nadie, por favor, por favor, no traguéis saliva, no respiréis.
Nadie se mueve.
Nadie respira.
Vuelve el sonido atronador. Todo el mundo tose, se cambia de postura. Los demás también sintieron esa náusea de prohibición y de imposibilidad. La batuta estaba quieta. El mundo no se movía. Era como la muerte, para notar luego la diferencia.
Termina Stravinski. Diez minutos de aplausos de gente que no estaba antes. Todos somos otros. Hemos vivido cuarenta minutos puros. Cada segundo más sabios, más jóvenes.
Descanso. Salgo a la calle preguntándome qué es lo que visto las otras veces que creí ver conciertos. Porque esto es diferente.
Y todavía faltaba la quinta sinfonía de Tchaikovski y el Mambo de West Side Story. Tocado por ellos.
http://www.youtube.com/watch?v=S6q7RCAcaBk&NR=1
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Chulísimo el vidéo Pol
ResponderEliminarAsí que por Madrid de pendoneo? Me alegro de que te gustara.
ResponderEliminarLa próxima vez que veas un concierto al que yo no pude ir días antes en Oviedo y publiques la maravilla que fue, hazlo en otras fechas en las que no esté ocupado como ahora. Lo que no es de ley es que un lunes me tire hasta las 4 de la mañana viendo videos del puto Dudamel en youtube teniendo que levantarme a las 7.
ResponderEliminarEl otro día, al terminar de leer la entrada ‘Depresión postcurda’, comencé a escribirte un comentario en plan ‘yaquesacasteltema’ con una serie de reflexiones de esas que están ahí pero no son apropiadas para compartir en el café interclases de las 11:30. Viendo que el punto al que quería llegar se alejaba por cada línea que escribía, me rendí en el intento, pero después de tu comentario, el de Lage en el OLA’s blog y la colección de vídeos, creo que tengo la herramienta para ejemplificar y vosotros el medio para entender lo que quería comentar.
Un simple concierto. Cualquiera giraría la cara cuando intentas contarle lo que viste ayer.
Tú comentabas que el problema es saber si la vida merece la pena vivirla. Yo creo que antes hay que pensar si en realidad podemos vivirla o simplemente vamos a ser un peón del tablero de ajedrez, o como dijo Punset, si ‘hay vida antes de la muerte’. Cuanta gente participa en este circo del día a día con una sonrisa en la boca sin ésta angustia o sin siquiera saber si lo que hacen, lo hacen porque quieren.
Mi relación con la música es extraña. No es mi futuro, pero si mi día a día. El contrapunto a la cuadrícula diaria de Gijón o la casita en el árbol para esconderse. Me siento orgulloso de que un concierto pueda suponerme un empujón, un motivo o una inyección de ilusión para lo que tenga que venir después. En definitiva, sentirte vivo.
Quizá todo esto suene un poco a fuga con pajarillo, pero esa cuadrícula de la que hablo, hace que poco a poco si te descuidas, se te olviden todas estas cosas, así que, por la parte que me toca, te (os) agradezco comentarios de este tipo.
Adioses y hOLAs
BRJ
Equilicuá
ResponderEliminar¿Por qué no te callas?
ResponderEliminarDespués de politonos, cámaras super lentas, laxantes debates y camisetas ya resulta un poco obvia la relación entre esas palabras y su insigne, si no autor, sí principal intérprete. Parecía mi maltratado cerebro haber olvidado ya el altercado chileno aquel, pero ayer me acordé y os lo cuento, buena muchachada, antes de que se me olvide demasiado.
Ayer fuimos a ver un concierto al Auditorio Nacional. Fue el mejor concierto al que he asistido en toda mi vida. Tocaba la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar (OSJVSB), dirigida por Gustavo Dudamel: La consagración de la Primavera y la Quinta de Tchaikovsky. Por lo menos nuestras siglas son pronunciables.
Fue un concierto vibrante de cabo a rabo. No es mi intención hacer una crítica del concierto porque no me importa un carajo mi opinión de la música que ya está escuchada: cada momento del concierto está ya vivido y cada uno estuvo para mí lleno de la máxima intensidad que yo he sentido como público de una sala de conciertos, pero os confieso que cuando salí estuve un buen rato aturdido, no me acababa de llegar la camisa al cuerpo, como a una leal fan de Bisbal tras acariciar los turgentes rizos del ídolo.
El entusiasmo sobrevoló permanente la sala, desde el primer al último atril, desde las dulces misses de los cellos a los negrazos gladiadores de la percusión; y eso unido a lo arraigado de las ideas musicales hizo que el calor se extendiera, se vertiera como una mancha de aceite fuera del escenario.
Sentí una sincera admiración por cada músico que vi tocar y por el director, y experimenté envidia (no la conozco combinada con salud). ¡Cómo me hubiera gustado estar allí abajo!
Stravinsky hubiera estado contento: música ejecutada, no interpretada. Claridad y tensión, dulzura y furia. La batuta era a veces una varita mágica y otras una flecha disparada con ballesta. La sinfonía de Tchaikovsky fue hermosamente interpretada; con las tripas, con lo que se llora cantando un tango y con lo que se baila un merengue. Y todos bailaban. ¡Qué ganas de bailar! No es crítica, es recuerdo.
Pero esto es sólo la parte sentimental de la historia, con lo que ya hay que ir pasando a la rajatoria (aunque sigo estando totalmente flipado).
Conozco a alguien que trabajó un tiempo en la Orquesta Sinfónica Simón Bolivar de Caracas (sus siglas tampoco son demasiado pronunciables) y que trabaja conmigo. Hoy fue uno de esos días que había que ir a trabajar y le abordé para contarle y que me contara. Con lo que me dijo y lo que leí por ahí me he hecho una composición de lugar.
Un tal José Antonio Abreu, que fue profesor de universidad, músico diputado y ministro de cultura de venezuela solicitó hace unos años al gobierno venezolano fondos para poner en marcha un proyecto que se basaba en crear una red de escuelas-orquestas a través de todo el país. El gobierno, que en aquel momento estaba en manos del COPEI, lo que aquí llamaríamos democracia-cristiana o, con un poco de mala entraña PP; le dijo al señor Abreu que eso de la música clásica y los violines y los fagotes eran cosa de élites y, como no sería beneficioso para el pueblo (aquí ciudadanía) no le ayudarían a poner a andar su plan. Es emocionante el mimo de los políticos de los dos lados del océano por las necesidades del pueblo.
Abreu no se amilanó. Se fue a la selva con unos cuantos instrumentos y unos cuantos profesores que enseñaron a los niños de una tribu a tocar y en pocos meses los medios de comunicación emitieron el concierto de unos niños desnudos sentados en troncos que tocaban obras de Mozart, Tchaikovsky y otros autores elitistas. Esto desmontó el argumento del gobierno que se vio en la obligación mediática de apoyar el hermoso proyecto del señor Abreu.
El sistema de orquestas infantiles y juveniles creció con los años y hoy cuenta con alrededor de 250.000 estudiantes, más de 90 orquestas infantiles, más de 130 orquestas juveniles y más de 30 orquestas profesionales de adultos.
Este plan lo gestiona una fundación que contrata a unos 15.000 profesores de música de todas las especialidades. En un país con 25 millones de habitantes.
Creo, según me cuentan, que hace unos años un tal Hugo Chávez, presidente de la república, volvió a plantear al señor Abreu la inconveniencia de gastar los dineros en una actividad tan poco bolivariana. Amenazaba con retirar el apoyo a la fundación, haciendo que la democracia-cristiana y la revolución socialista tuvieran un nexo de unión: no les gusta nada que la gente aprenda música. Abreu tenía experiencia en estas cosas y sabía que había tácticas que podían poner las cosas muy difíciles a las demagogias populachas: dirigió una importante parte de los fondos hacia los suburbios más desfavorecidos de Caracas, Maracaibo y otras ciudades y consiguió que muchos niños de esas zonas tuvieran una formación musical lo suficientemente importante como para que retirar el apoyo al proyecto fuera sumamente impopular. Lo volvió a conseguir.
Yo ya sé que no todos esos niños van a ser músicos profesionales. También soy consciente que el concierto de ayer lo dio la crema más refinada, unos 110 músicos, de un proyecto en el que participan 250.000. Aprendo poco a poco que no hay utopías sin manchas, Thoreau no aguantó mucho tiempo al lado de la laguna de Walden.
Lo que no puedo evitar es sentirme profundamente idiota con carácter retroactivo, haber creído tantas falacias. Vivimos en un lugar llamado primer mundo en el que se desprecia (no-aprecio, no se ve, no existe) todo lo demás pero, ¿quién de nosotros no ha pagado el sueldo de un mes de un venezolano a un señor a cambio de que nos alumbrara con sus conocimientos? Educación para todos pero, ¿qué política educativa dura más de cuatro años? Grandes gastos públicos y un auditorio en cada pueblo pero, ¿quién ayuda a que alguien, incluidos los músicos, sepan algo de lo que es la música? Grandes escuelas privadas de élite pero, ¿qué director español es titular de la Sinfónica de Goteborg a los 26 años y dirige la Filarmónica de Los Ángeles, como Dudamel? Si acaso el Maestro Cheddar, pero la norma es que sean Provolones.
Aquel altercado diplomático pasó, al parecer alguien pensó en poner munición antiaérea en la Zarzuela, pero la sangre no llegó al río: a uno de los protagonistas se le separó una hija, que siempre es doloroso, pero luego llegó su cumpleaños y le cantaron su particular ¡Cumpleaños Feliz!, pero la letra no acabó de cuajar; la vida es así. El otro protagonista se despistó con otros conflictos más selváticos y guerrilleros y también se le olvidó el mal rato.
Pero la frase vale. Y yo la utilizaré. Siempre que alguien me hable de lo buenos que somos, de la proyección de la música en España, de lo importante que es la música para nuestros gestores, de que la música es un lenguaje universal, de que vi a no sé quién en un concierto en París; siempre que esto ocurra yo sentiré envidia de los chicos venezolanos que ayer me emocionaron hasta los tuétanos. ¡Sólo se trata de esto!
Y cuando oiga hablar de la escuela violística danesa, rusa, francesa monegasca o greco-chipriota yo querré ser venezolano y me tendré que morder los carrillos por dentro para no decirle: “¡Cállate la boca!
OLA, os amo mucho.
…les doy con toda mi alma
mi bendición.
P.D.: Ayer había conmigo otros Adioses, grandes discutidores, e inevitablemente comentamos la jugada. Había muchos músicos ayer sobre el escenario y en la OLA apenas somos los dedos de las manos, si acaso necesitamos un pie; pero las ganas han de ser las mismas, y cuando todos estamos de acuerdo hay que ser muy insensato para que no funcione. ¡A bailar!