cuando digo
código
quiero decir
cara
y si digo
postal, quiero decir...
¡qué mal, mi código postal!
A mí no me enrolla, a mí no
me representa, no me llena la olla,
mi código postal, a mí
no me alimenta.
A mí ocupar mi paradero
no me hace ser mejor,
comprar una camisa por ejemplo
pensando ya en el fachaleco
tener portero, tratar de tú al cartero
darle limosna al pobre en la parroquia,
propina al camarero
y dispararle al negro en el estrecho
no me convierte en ciudadano de
derecho.
Yo no me creo la polla por tener techo
bajo mi código postal,
o por poder quemar mi diésel en el
centro.
¿Para qué sirve, el código postal?
¿Es una broma de carteros?
¿Un testaferro para que sobre el
tiempo y el dinero?
¿Un hospital que falta, un colegio, un
árbol,
el agua de una fuente, un alquiler, un
bus, un parque,
un polideportivo, una piscina, una
ambulancia
metidos en un sobre que llega a su
destino
del barrio Salamanca, o de Andorra,
sin que haga falta preguntar a algún
vecino?
¿Un número tras otros de tontos
detrás
del uno de una lista? ¿La cara
para tapar las cruces de la historia?
¿La división de las personas según
su territorio?
¿No os suena un poco todo esto a
farfolla?
Hay código postal, hay
huso horario,
hay kapital
pero luego no hay salario.
Hay un Madrid que ríe
con su código postal,
y otro que llora, y aún así ríe
por no llorar, hay solidaridad:
con los carteros
hay Navidad, complicidad
con los taxistas,
y familiaridad con los buenos
camareros.
Ellos también ansían su código
postal,
aunque les uberice: les uberiza bien,
lo pueden entender:
“cuando digo código
quiero decir cara
y si digo postal, quiero decir...”
Parece muy sencillo,
y lo es: tú para Leganés,
para mí Goya.
Y los que ya lo tienen,
los banqueros, constructores,
los de la desmemoria,
lo promocionan,
al código postal,
quieren más gente cuadrada como el
código postal.
Ese Madrid de la caña y la tortilla
con cebolla y sin cebolla
que aspira a más y va a los toros.
El que se emperifolla
y ese que embrolla las cuentas del
partido
y arrolla a los panchitos que sirven en
el palco.
Y ese Madrid hijo de algo
que abolla y huye
que folla y apimpolla
que distribuye el aguinaldo.
Ese Madrid genital que piropea mal
regido por su código postal.
Hay mucha gente que lo flipa con el
código postal,
suelen ser viejos que tienen miedo de
perderse
o adolescentes que creen en lo
apolíneo.
Gente corriente en el fondo,
buitre,
de su vecino.
Aquel que va a esquiar y aspira al
ángulo
recto del código postal entre la
nieve,
aquel que sabe empolvar números,
maquillar muertos,
cambiar cuentas de sexo, aquel
que sabe caer bien, mientras fuerza a
los débiles.
Hay militares, también, por su-puesto;
y chorizos y presuntos:
villarejos, billyelniños,
largos cuellos de avestruz,
ultras de arriba y del sur,
futbolistas, tela-hincos,
arquitectas nivel Diox, másteres del
multiverso,
encofradores adustos, lolaflores,
a cenares y a cenaras, excelentísimos
señores,
sus santidades la maman,
roci-hitos, ni-colases,
felipe-juanes-froilanes
¡y fräuleins!
boyeres-preysler, preysler-falcós,
iglesias-preysler, marqueses
de Vargas Llosa, e isabeles. Tronos,
tronas, trenas, trullos,
sillas, cátedras, poltronas, plazas de
abono, truños,
escaños tazas retretes
zurullos y taburetes.
Si en el fondo hay mucha gente,
bajo el fondo mucha más.
Por eso Madrid no se hunde, capital, y
tal y tal...
tiene un cimiento de gente presa del
peso del cielo.
y entre el cimiento y el cielo todo
aquel que pasa y pisa
como si fuera a escapar de la tramoya
oficial -cara
o cruz-
¡Nuestro entramado discreto!
¡La Paloma servicial!
¡todos con-Don GePPetto!
¡VIVA EL CÓDIGO POSTAL!