Desde el momento en que la única pauta del proceso compositivo es la propia forma de cada obra, no exigencias generales tácitamente aceptadas,deja de poderse "aprender" de una vez por todas qué es música buena o mala. Quien quiera juzgar debe afrontar las cuestiones y antagonismos intransferibles de la creación individual, sobre la cual nada le enseñan la teoría musical general ni la historia de la música. De ello apenas nadie sería ya capaz más que el compositor avanzado, al cual la mayoría de las veces repugna la mentalidad discursiva. Él ya no puede contar con los mediadores entre él mismo y el público. Los críticos se atienen literalmente al alto entendimiento de la canción de Mahler*: valoran según lo que entienden y no entienden; pero los ejecutantes, sobre todo los directores, se dejan guiar totalmente por aquellos momentos de lo ejecutado de eficacia e inteligibilidad más evidentes. Por eso la opinión de que Beethoven es inteligible y Schönberg ininteligible es objetivamente un engaño. Mientras que en la nueva música al público ajeno a la producción la superficie le suena extraña, sus fenómenos más típicos están precisamente expuestos a los presupuestos sociales y antropológicos que son los propios de los oyentes. Las disonancias que espantas a éstos hablan de su propia situación: únicamente por eso les son insoportables. A la inversa, el contenido de lo harto familiar es tan remoto para lo que hoy en día pende sobre los hombres, que la propia experiencia de éstos apenas comunica ya con aquella de la que da testimonio la música tradicional. Cuando creen entender, meramente perciben el molde muerto de lo que custodian como posesión indiscutible y es algo ya perdido desde el momento en que se convierte en posesión: algo neutralizado, privado de su propia sustancia crítica, un espectáculo indiferente. De hecho, en la comprensión que el público tiene de la música tradicional sólo entra lo más grosero, ocurrencias que se pueden retener: pasajes, ambientes y asociaciones ominosamente hermosos. Para el oyente educado por la radio, la coherencia musical en que se basa el sentido resulta tan oculta en cualquiera de las sonatas tempranas de Beethoven como en un cuarteto de Schönberg, el cual al menos le advierte de que su cielo no pende lleno de violines en cuyo dulce sonido él se embelesa. Por supuesto, de ningún modo se está diciendo que una obra sólo cabe entenderla espontáneamente en su propia época, que fuera de ella queda necesariamente a merced de la depravación y el historismo. Pero la tendencia social general, que ha eliminado de la consciencia y del inconsciente del hombre aquella humanidad que una vez constituyó el fundamento del patrimonio musical hoy corriente, hace que la idea de humanidad se repita gratuitamente en el ceremonial vacío del concierto, mientras que la herencia filosófica de la gran música únicamente ha recaído en lo que desdeña esa herencia. La industria musical, que envilece el patrimonio al exaltarlo y galvanizarlo como algo sagrado, confirma meramente el estado de consciencia de los oyentes en sí, para los que la armonía abnegadamente alcanzada en el clasicismo vienés y la desatada nostalgia del romanticismo se han convertido en algo así como objetos de decoración doméstica listos para ser consumidos uno junto al otro. En verdad, una escucha adecuada de las mismas piezas de Beethoven cuyos temas va silbando uno en el metro requiere un esfuerzo mucho mayor que el de la música avanzada: quitar el barniz de falsa exhibición y los modos reaccionarios adheridos. Pero como la industria cultural ha educado a sus víctimas en la evitación de todo esfuerzo durante el tiempo libre que se les concede para el consumo espiritual, ellas se aferran tanto más a la apariencia que obstruye la esencia.La interpretación que prevalece, pulida hasta lo deslumbrante incluso en la música de cámara, favorece esto. No se trata meramente de que los oídos de la población están tan inundados de música ligera que la otra les llega como lo opuesto coagulado, como la "clásica"; no es meramente que la capacidad perceptiva está tan obturada por los omnipresentes éxitos del momento que la concentración de una escucha responsable se hace imposible y está inundada de vestigios de la memez, sino que la sacrosanta música tradicional misma se ha convertido, por el carácter de su ejecución y por la vida de los oyentes, en idéntica a la producción comercial en masa, y ésta no deja de contaminar su sustancia.
*En "Elogio del alto entendimiento", canción de Gustav Mahler incluida en su ciclo El cuerno maravilloso del muchacho [Des Knaben Wunderhorn] se cuenta cómo un cuco, juez en un certamen de canto, declara vencedor a un congénere frente a un ruiseñor.
Th. W. ADORNO, hacia 1940
Filosofía de la Nueva Música, Th. W. Adorno, AKAL/Básica de bolsillo, 74
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